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Es de mal gusto criticar al difunto en los funerales, pero siete meses después de la derrota electoral que sumió en un profundo shock a ... medio país, por permitir la vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca, la veda se ha abierto. Particularmente porque el difunto se empeña en volver a la vida y se resiste a quedarse en el panteón de la historia, que suele ser más benevolente.
«El pecado original» de la derrota del Partido Demócrata en noviembre lo cometió Joe Biden, no su vicepresidenta y candidata electoral Kamala Harris, según el libro de ese nombre que han escrito el presentador de CNN Jake Tapper y el periodista de Axios Alex Thompson. «Biden nos jodió bien, como partido», dijo el exasesor de Barack Obama David Plouffe. «Toda la culpa fue de él. Al decidir presentarse a la reelección y encima luego esperar más de tres semanas después del debate para echarse a un lado, nos jodió por completo».
Ha sido necesario esperar a que pasara el duelo y cobrase vida la indignación por el desmantelamiento del estado de derecho que lleva a cabo Trump para poder decir estas cosas en voz alta. Los cómplices de esa debacle son los asesores de la Casa Blanca que se esforzaron en ocultar al público su declive físico y cognitivo, limitando severamente su visibilidad pública y hasta los tramos de escalera por los que tenía que pasar, para evitar sus humillantes caídas, poniéndole siempre barandillas a mano y utilizando trucos de cámara para que se le viera más ágil.
En una ocasión, el médico de la Casa Blanca llegó a decirles que, si volvía a caerse, tendrían que ponerle una silla de ruedas, lo que alarmó en sobremanera a sus asesores. En lugar de transmitir esa situación a los líderes del partido, decidieron que eso no ocurriría hasta pasadas las elecciones y se esforzaron en presentar imágenes contrarias que le retrataran como un vigoroso octogenario, entrando al trote al escenario o montando en bicicleta.
Su esposa, la primera dama Jill Biden, se volvió especialmente protectora y, hasta el día de hoy, intenta protegerle al completar sus frases en público, como hizo la semana pasada en la entrevista que dio el expresidente al programa 'The View'. Con ello, «volvió a removerlo todo», se quejó el arquitecto electoral de Obama, David Axelrod, en entrevista con NPR. «Su presencia pública no ayuda. Se está perjudicando a sí mismo, y como siga así, al partido y al país». Este peso moral del Partido Demócrata cree que, «si de verdad le preocupa a Biden el presidente Trump y algunas de las cosas que está haciendo, debería dejar que el Partido Demócrata pase página para que salga bien parado de las elecciones (legislativas) de medio mandato» del año que viene.
Si hay algo que EE UU no soporta es un perdedor. Por eso Trump está aferrado al halo de triunfador, sin admitir nunca una derrota. La tradición conmina al candidato derrotado en las elecciones a desaparecer un tiempo hasta que la conciencia colectiva olvide el malestar de su descalabro. Una vez pasado el debido luto, cabe incluso la restitución pública, como le ha ocurrido al exgobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, que vuelve a presentarse a la política cuatro años después del ostracismo que sufrió tras el escándalo que le obligó a dimitir.
En las elecciones de noviembre la derrota no correspondió solo a la vicepresidenta Harris, que había sido llamada al escenario a última hora para completar la campaña que su jefe dejó a medias. Biden se resistió cuanto pudo, por mucho que su declive cognitivo había quedado de manifiesto. «Los líderes de nuestro partido tienen que dejar de decirnos que 51 millones de personas no vimos lo que vimos», escribió el 10 de julio el actor George Clooney. Lo decía no solo con la fuerza moral de su aura de estrella de Hollywood, sino con la que le daba haber prestado su glamur al partido durante décadas para recaudar fondos. En la última, celebrada en Los Ángeles apenas tres semanas antes de ese catastrófico debate que puso de manifiesto la senilidad del presidente, Biden ni siquiera reconoció a su «viejo amigo». «Es George Clooney», le tuvo que soplar un ayudante, después de que le saludara con distante cortesía.
«Creo en su rectitud moral, en sus últimos cuatro años, ha ganado muchas de las batallas que encaramos», escribió el actor. «Pero la batalla que no puede ganar es la lucha contra el tiempo. Es devastador decirlo, pero el Joe Biden que vi hace tres semanas en la recaudación de fondos es el mismo que todos vimos en el debate». Hasta ese momento el presidente y su equipo se empeñaban en convertir la desastrosa actuación de 90 minutos en una anécdota, de la que culpaban a «un resfriado», agravado por el cansancio de un vuelo trasatlántico. Temiendo que su derrota arrastrara también a los legisladores que concurrían a las urnas, como así ocurrió.
La portavoz del Congreso, Nancy Pelosi, y el líder del Senado, Chuck Schumer, acorralaron al presidente en la Casa Blanca y le obligaron a pasar el testigo. Para entonces ya era tarde. Harris dispuso de todos los medios y fondos de la campaña de Biden, pero tuvo que sacrificar su voz y quedó irremediablemente asociada a su figura, como un apaño de última hora para darle continuidad en el poder.
El expresidente resintió esas presiones, tanto como hoy se queja de las acusaciones vertidas en el libro, aún por salir a la venta el próximo día 20, del que solo se han publicado extractos. «Sí, hubo cambios físicos a medida que envejecía, pero la evidencia del envejecimiento no es prueba de incapacidad mental», defendió su oficina en un comunicado. «Y hasta el momento seguimos esperando que alguien, cualquiera, señale en qué casos tuvo que tomar una decisión presidencial o pronunciar un discurso que no pudiera hacer debido al deterioro mental». Son, según Axel, «las mismas personas que le aconsejaron mal entonces, y que continúan dándole malos consejos ahora», ha opinado el estratega demócrata. «Fue, cuando menos, una decisión irresponsable, de su parte y de la familia».
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