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La tarima es lo que marca la diferencia entre un señor que consiguió su plaza en una durísima oposición y un politicastro oportunista que le ... lame las botas al jefecito. La tarima es la frontera que delimita el universo serio, todavía independiente, de la zona pantanosa donde trepan, brincan y moran los que se agarran al cargo y actúan o sobreactúan como papagayos gracias al argumentario que desayunan cada mañana. Si es verdad que el juez Peinado pidió una tarima para elevar su mesa y separar la luz de la oscuridad cuando interrogó a Bolaños, sólo cabe aplaudir su demanda. La tarima es lo que le recuerda al politiquillo que la Justicia está por encima de ellos. La tarima le indica al desahogado que, antes de hablar, acaso de escupir mentiras, mejor se lo piense.
La tarima suponía la atalaya del maestro. Gracias a ella irradiaba respeto. Le concedía autoridad y, desde su posición, dominaba el aula entera, incluida la última fila de los mocosos disparatados siempre atentos al escaqueo. Cuando las erradicaron, les jibarizaron la autoridad y aquellos enseñantes cargados de sincera vocación y fina sabiduría se fueron jubilando desencantados porque percibieron que acababan de joder la educación pública. Aterrizaron entonces otros profesores, más jóvenes, con la pinta peluda del coleguita enrollado o de ese primo más mayor y porrero, y cuando soltaron eso de «me llamo José Luis, pero podéis llamarme Pepelu», supimos que el poder era nuestro y nos burlaríamos del tal Pepelu todo el curso y además nos aprobaría por la cara para no parecer más tonto de lo que en realidad era. Quizá ese progresismo mal entendido fue un balbuceo de 'wokismo'. La tarima separaba al ilustrado verdadero del que no era sino un bocazas ignorante. Y el mundo, de esa guisa, discurría sensato.
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